Esta resenha pode conter spoilers
El argumento de Signal es sencillo aunque se complica a cada capítulo, y lo de la corrupción dentro de la policía es tan predecible como el sol que saldrá mañana en el horizonte, aun así el verdadero peso de la historia recae en la comunicación del pasado y el presente que mantienen estas dos personas. Es verdad que la idea de una familia humilde destrozada por la corrupción es algo más masticado que un chicle, pero valiéndose de un poco de imaginación y un guión a la altura se puede sacar una historia bien contada. Y la historia de Park es así; termina siendo el último eslabón en una serie de casos que al parecer, por caprichos del destino, terminan hilvanados unos con otros en una telaraña atemporal debido a su estatus sin resolución. Siendo el personaje central, su historia tardó lo suyo en ser contada, y la única referencia que nos queda son esos tristes recuerdos de tiempos oscuros en los que se sentía solo, y que remarcaban más la ausencia de un hermano que para sus ojos era el ser más ejemplar. Si de algo sirvió ponerle como líder inmediato a la detective Cha Soo Hyun es para expulsarle ese resentimiento hacia sus colegas y a su propia profesión. Ella le enseña que hay policías que están muy lejos de su limitada e insulsa visión resentida de víctima.
Cha Soo Hyun, interpretada por la icónica actriz Kim Hye Soo, no puede pasar desapercibida. Es un personaje extraordinario que se ha convertido en uno de mis favoritos en cualquier ámbito y en cualquier medio. Los silencios de Soo Hyun valen toneladas, pero lo verdaderamente maravilloso es atestiguar su increíble evolución: desde los tiempos de policía novata a la experimentada líder de un equipo de cuatro que apenas puede darse abasto con la cantidad inmensa de casos que les caen encima. La vemos ingenua e inocente en su juventud, tan domada por la academia y excesivamente sumisa ante sus superiores para después verla en un presente que nos parece imposible: ahí mismo donde golpea la mesa de interrogatorios para exigir una declaración o allí donde no duda en elevar la voz ante sus jefes para señalar el punto donde convergen sus problemas. La detective Cha porta la placa policial con orgullo desmedido porque aprendió a valorar su profesión gracias a la inquebrantable voluntad de un hombre bueno que conoció en el pasado. Quizá eso de seguir soltera después de los cuarenta le de una buena jaqueca a la anticuada de su madre, con la típica actitud pueril de una señora que ve con desagrado cómo su retoño pierde el brillo de sus años, pero Cha no desiste a su extenuante trabajo de escritorios diminutos repletos de carpetas apiladas, café barato, cubículos bulliciosos como leal vigilante de la ley. Le gusta su profesión y sufrió lo suyo para estar parada ahí con una dignidad envidiable, y no deshojando margaritas ataviada con una pijama rosa, mientras sus sobrinos brincan en la cama y la necia de su madre le consigue la vigésima sexta cita a ciegas con un abogado calvo y cincuentón.
Lee Jae Han es el alma más pura del vecindario. Y mira que no es un personaje complejo; de hecho, si el bueno de Lee brilla tanto es por su transparencia. Es imposible no amarlo. Es un churrete de honestidad, de bondad y una ejemplificación digna del genuino sacrificio. No es que sea perfecto, sino que son precisamente sus defectos los que le añaden mil puntos a su nobleza. Es un individuo nacido en la época equivocada, con una postura infranqueable donde confluyen de manera desmedida el amor a la verdad, la justicia y el valor. Un policía hecho y derecho en peligro de extinción por culpa de aquellos colegas que sucumbieron ante el capricho de la impunidad a cambio de un puñado de migajas de pan tiradas en el suelo. Está demás decir que él se lleva la serie con una diferencia abismal sólo porque la actuación de Cho Jin Woong vale cada minuto y cada jodida escena donde aparece; desde su torpeza al hablar, hasta su testarudez para conseguir lo mismo una confesión que una pista. Lloré con él; sufrí, reí y me emocioné cuando lo hizo y se me partía el alma en pedacitos chiquitos cuando le veía gritar sus frustraciones y derramar océanos de lágrimas de impotencia al no tener el poder de cambiar las cosas tanto como quisiera por culpa de esos soberbios hipócritas que le destrozaban la vida a su antojo. Pero lo más extraordinario es ver esa evolución que presenciamos también en los otros dos personajes. De hecho, Jae Han puso los cimientos de temple y visión policial que años después vemos palpables en la detective Cha, y que a su manera insiste —a vuelta de tuerca y guión— en enseñarle a Park. Es un sincretismo que se entiende por sí sólo, un ciclo que se renueva y renace en cada caso, cada cambio de camino, cada distorsión de tiempo; y eso lo continuamos viendo hasta el final.
Los asesinatos seriales de Hwaseong (Ep. 02, 03, 04) serán un prefacio de lo desastroso que resulta cambiar el destino, alterar el orden y tratar de revertir la maldad humana. Ni Park ni Lee, como unión ambigua de dos épocas distintas, estaban listos para aquel enigmático primer golpe donde salvar una vida inocente terminaría por liquidar otra que también lo era; una broma macabra de la distorsión del tiempo. Lee no sólo es tratado con la punta del pie por colegas de otro bando después de su error, sino que su existencia le tira un jaque mate siniestro cuando la chica que le robó la razón siendo aún un inexperto policía es maniatada y asesinada en esas calles oscuras donde tantas veces custodió su caminar. Jae Han jamás vuelve a ser el mismo desde ese día; no se le amarga la existencia por el crimen, pero a nivel personal se cubre el rostro y el alma con una fachada dura, desenfadada y burocrática, evitando crear vínculos tan fuertes con la gente, y adopta un porte férreo pero frágil que se resquebraja más de una vez por culpa de su innata bondad.
La muerte de la hija de su amigo ex-convicto termina convirtiéndose en el punto sin retorno que lo invita a abandonar todo, incluso las transmisiones, corroído por la culpa de saber que esa tragedia pudo evitarse. Irónicamente en el presente las cosas no terminan mejor: cuando el padre de la niña sale de prisión busca venganza por la prematura muerte de la nena y sin proponérselo termina con la vida de la detective Cha Soo Hyun en una fracción de segundos. Un desastre total. Para ese entonces Park ya había tenido más de un roce con Soo Hyun por los métodos tan distintos con los que procedían por su cuenta, pero eso no evitó que entre los dos se forjara al poco tiempo una tierna tendencia de respeto profesional en la que ambos se apoyaban entre conversaciones silenciosa y diálogos pétreos. Existía un vínculo forjado en plomo para cuando aquel auto de refrigeración estalla la noche más fría de la ciudad, por lo que el teniente no titubea ni un segundo para enmendar el daño que ocasionó al osar manipular el tiempo. Guiados por motivos propios, tanto él como Lee, se las ingenian para corregir el escenario caótico que han creado y consiguen, contra todo pronóstico, poner en orden el universo una vez más.
Ya a la mitad de la serie le toca el turno a la detective Cha Soo Hyun sufrir una sacudida existencial cuando es encontrado el cadáver de una mujer con el sello innegable de un aparente asesino serial que estuvo a punto de convertirla en víctima en sus tiempos de aprendiz. En éste arco vemos cómo se crea un monstruo, dijera Park, a sabiendas de que el chico no nació siéndolo. El criminal que nos atañe (Ep, 09, 10, 11, 12) podría pasar desapercibido para cualquiera: tímido, joven, obsesivo compulsivo y silencioso; es gracias a escasos flashbacks de su infancia que comprendemos su calvario. Nos adentramos a su psique más profunda para encontrar los restos traumáticos donde se asentaron sus complejos. La visión de la madre carcomida por la depresión es una imagen tan fuerte como desoladora, pero necesaria para tropezar con los indicios donde la mente del chico se dañó; ahí donde la percepción de la realidad se quebró hasta hacerle perder cualquier trozo de benevolencia que pudo haber retenido hasta entonces (le vemos de niño salvar a un cachorrito y justo después a su madre desechando su cuerpecito en una bolsa negra de plástico). Si alguien, cualquier persona, le hubiera tendido una mano, se lamente Park, quizá todo sería distinto; porque como estudioso de la mente no puede evitar sentir un grado de condescendencia frente a esos parias de la sociedad que sólo fueron víctimas de la circunstancias, y sabe que el asesino de Hongwong fue uno de ellos. Pero para la detective Soo Hyun aquello es muy distinto: no puede darse el lujo de compadecer a un monstruo que, si dependiera de su decisión, ella misma lo mataría. Estuvo a nada de ser una de sus muertas en el ‘97, cuando se aventuró sola a buscarlo por los callejones oscuros donde se fundía con el entorno. Fue una decisión estúpida nacida de la firme convicción de intentar ayudar a sus camaradas, pero el desenlace casi termina en tragedia y en la comisaría había alguien que jamás se hubiera perdonado eso.
La relación tan peculiar entre Soo Hyun y Jae Han está como para escribir un informe bonito, de esos largos, toscos, repleto de metáforas, simbolismos y confesiones dichas entre líneas. Son una pareja única y dispar, ridiculizada más por la actitud tan ingenua de él y la admiración tan desmedida de ella, pero enternecida también por una perseverancia, una tozudez y una gallardía que se les escurre a los dos de una manera tan natural que me resultó imposible no caer rendida a sus pies. Los crímenes de Hongwong se convierten en un parteaguas en su carrera al enseñarles de nueva cuenta lo frágil que puede ser la vida. Si para Cha el traumatismo del momento fue tremendo, para Lee su deficiencia profesional cargó con una doble decepción. Esa última escena entre ambos en el noveno episodio, cuando él la encuentra maniatada e inconsciente en la banqueta, es soberbia como pocas (pedazo de actuaciones, eh). Se me ha erizado la piel apenas ella reacciona e intenta zafarse de los brazos de Lee y emprender la huida, para después dejar de forcejear: cae en cuenta que si él está ahí es porque el horror ha terminado. Resulta desgarrador ver cómo Jae Han se quiebra mientras la abraza con impotencia y le pide perdón por llegar tarde, trayendo a su memoria aquella noche en la cual en verdad llegó tarde sólo para encontrar el cuerpo ultrajado de la chica que le gustaba tirado en el piso como un pedazo de basura. Y es que ya en este punto de la historia sabemos el detective Lee no es muy verbal, no suele ir por la vida dando una homilía de valores éticos, ni compartiendo experiencias de trabajo a cuanta persona se le ponga enfrente; el tipo es más de acciones que de palabras. Sin embargo —y no deja de ser una tremenda ironía— Soo Hyun con su sola presencia y su mera actitud llena de indecisiones y torpeza logra atravesar todas esas capas de oso indomable para escucharle expiar sus frustraciones y de paso para enseñarle que los policías sí se desmoronan, también tienen temores e incluso huyen, pero siempre están ahí en pie de guerra para acudir al primer llamado. “¿Sabes? A mi también me dan miedo a los criminales, pero ¿qué hago? Es un trabajo que alguien tiene que realizar ¿no? Y nosotros estamos ahí para hacerlo, aunque nos de miedo”. (Ep.10) La relación posee un nivel de confianza muy peculiar porque se supone que Lee apenas la tolera y Cha lo admira tanto que podría limpiar hasta los pasillos por donde él camina (de ahí que él diga que no la tolera; tanta atención le agobia) y aun así Jae Han le enseña a ser una detective con amor a la verdad mientras ella le enseña a ser una mejor persona, a devolverle sin saberlo un poco de la confianza que se le murió cuando le falló a la joven secretaria de impecable falda plisada, linda sonrisa y timidez desbordante que murió en Hwaseong. Lee le inyecta valor cuando ella ve su primer cadáver, cuando le ayuda a recordar las pocas sensaciones durante sus horas de secuestro y también cuando estuvo a punto de renunciar a su trabajo debido al trauma derivado del cautiverio. Él, con su fuerte personalidad fungió como el piso firme donde Soo Hyun forjó su caminar; la evolución de su carrera y la palpable capacidad de sus métodos de investigación tienen la firma de Lee por todos lados. No hubo en toda la serie una relación más pura y legítima que la de ellos.
El último caso —basado en otro hecho ocurrido en la vida real— no sólo es el más extenso; también es el idóneo por exponer toda la farsa policial sobre la que nuestros protagonistas caminan. A la par de eso, vemos como las transmisiones se complican y dos personas más les escuchan. Esto fue un alivio total porque viví con el miedo a que todo ocurriera sólo en la mente de Park y el tipo tuviera alguna especie de enfermedad mental o disociación de la realidad que le llevara a escuchar cosas donde no se escuchaba nada y para tratar de arreglar a su manera la trágica vida de su hermano, que fue juzgado siendo inocente. De hecho, el verdadero peso de este drama recae en ese crimen final que resulta turbio y oscuro; desde la manera tan burda en la que se plantaron a testigos, hasta los señalamientos prefabricados y la desaparición de evidencias. Me ha parecido nefasta la actitud tan engreída de Kim Bum Joo, tanto como lo fue para el bueno de Lee, que ve con impotencia cómo la familia del chico con el que ha compartido sus transmisiones se va desmoronando a pedazos por culpa de las güarrerías de Kim y él no puede hacer nada para evitarlo, a pesar de que Park desde el presente le suplica que haga todo lo posible. Lee intenta —y vaya que lo hace— hasta lo imposible para limpiar toda la inmundicia creada desde la comisaría más pequeña hasta las altas cúpulas del poder pero no sin derramar hasta la última gota de su sangre en el proceso; y como en una broma macabra del destino lo mismo le pasa a Park en el 2015. Lee y Park jamás compartieron una escena juntos en nuestro tiempo, y sin embargo no la necesitaron, a través del anticuado radio de transmisión fuimos testigos mudos de una amistad que nació de la incertidumbre más pura hasta entablarse en un compañerismo obsesivo que los llevaba a cargar con el pesado artilugio allá a donde fueran, como un amuleto de la buena suerte, como un escudo inquebrantable con el que pensaban que podían mejorar las cosas; donde compartieron ideas, frustraciones y 2.5 litros de lágrimas entre casos torcidos por el paso de los años y sepultados por el polvo acumulado, esos mismos que se habían mantenido sin posibilidad de solución hasta que ellos llegaron. El episodio 13 es un noble homenaje a esa relación fraternal, y aporta un dejo de paternidad por parte de Lee cuando conoce en su realidad al niño del radio, a un pequeño Park, triste y solitario, que añoraba una buena torta de arroz cuando creía que la vida se le caía a pedazos. No, no fue necesaria ninguna conversación, ningún dialogo trillado, ninguna llamada de atención por salir ahí afuera a altar horas de la noche. Como lo dije antes, el entrañable Lee siempre fue más de acciones que de palabras. Acciones calladas y sin presunciones; honestas, como pagar la comida del pequeño esa amarga noche y de todas las que vendrían después de esa.
El episodio final fue bestial y la montaña rusa en la que te subes esos 90 minutos de gloria y frenesí te dejan la cabeza un poco hundida entre la confusión y la angustia. Se podría decir que la serie termina en un cliffhanger que de plano yo no me esperaba (porque ni sabía que los dramas coreanos tenían segundas temporadas), así que estuve a punto de infartarme. Con Signal al parecer están abiertos a esa posibilidad y sinceramente yo no soy nadie para negarme; de hecho ya tengo las palomitas en la alacena, los pañuelos para el llanto y tres tarros de helado de chocolate amargo en la nevera para cuando el momento definitivo llegue. Quiero ver más de Lee, y de Park y de Cha en mi pantalla. Quiero verlos sentados a los tres en el presente, con una sonrisa en sus labios, compartiendo unos tragos de soju y brindando por burlarse de la muerte, del pasado, del tiempo, y de la peste corrupta que los quiso desaparecer como si fueran desechos. Quiero verles luchar contra las alimañas que siguen ocupando cubículos y escritorios en las comisarías y acabar con los criminales oxidados que se esconden de sus propios crímenes. Porque en el fondo queremos creer que sí, que ahí afuera hay policías honestos que se dejan el alma y el cuerpo en su trabajo; que no ignorarán jamás el clamor de alguien que pide justicia; que van de puerta en puerta hablando con testigos; analizando pistas; contando casquillos; perfilando culpables; encontrado cadáveres de desaparecidos veteranos olvidados por el tiempo y carcomidos por la tierra.
Cha Soo Hyun, interpretada por la icónica actriz Kim Hye Soo, no puede pasar desapercibida. Es un personaje extraordinario que se ha convertido en uno de mis favoritos en cualquier ámbito y en cualquier medio. Los silencios de Soo Hyun valen toneladas, pero lo verdaderamente maravilloso es atestiguar su increíble evolución: desde los tiempos de policía novata a la experimentada líder de un equipo de cuatro que apenas puede darse abasto con la cantidad inmensa de casos que les caen encima. La vemos ingenua e inocente en su juventud, tan domada por la academia y excesivamente sumisa ante sus superiores para después verla en un presente que nos parece imposible: ahí mismo donde golpea la mesa de interrogatorios para exigir una declaración o allí donde no duda en elevar la voz ante sus jefes para señalar el punto donde convergen sus problemas. La detective Cha porta la placa policial con orgullo desmedido porque aprendió a valorar su profesión gracias a la inquebrantable voluntad de un hombre bueno que conoció en el pasado. Quizá eso de seguir soltera después de los cuarenta le de una buena jaqueca a la anticuada de su madre, con la típica actitud pueril de una señora que ve con desagrado cómo su retoño pierde el brillo de sus años, pero Cha no desiste a su extenuante trabajo de escritorios diminutos repletos de carpetas apiladas, café barato, cubículos bulliciosos como leal vigilante de la ley. Le gusta su profesión y sufrió lo suyo para estar parada ahí con una dignidad envidiable, y no deshojando margaritas ataviada con una pijama rosa, mientras sus sobrinos brincan en la cama y la necia de su madre le consigue la vigésima sexta cita a ciegas con un abogado calvo y cincuentón.
Lee Jae Han es el alma más pura del vecindario. Y mira que no es un personaje complejo; de hecho, si el bueno de Lee brilla tanto es por su transparencia. Es imposible no amarlo. Es un churrete de honestidad, de bondad y una ejemplificación digna del genuino sacrificio. No es que sea perfecto, sino que son precisamente sus defectos los que le añaden mil puntos a su nobleza. Es un individuo nacido en la época equivocada, con una postura infranqueable donde confluyen de manera desmedida el amor a la verdad, la justicia y el valor. Un policía hecho y derecho en peligro de extinción por culpa de aquellos colegas que sucumbieron ante el capricho de la impunidad a cambio de un puñado de migajas de pan tiradas en el suelo. Está demás decir que él se lleva la serie con una diferencia abismal sólo porque la actuación de Cho Jin Woong vale cada minuto y cada jodida escena donde aparece; desde su torpeza al hablar, hasta su testarudez para conseguir lo mismo una confesión que una pista. Lloré con él; sufrí, reí y me emocioné cuando lo hizo y se me partía el alma en pedacitos chiquitos cuando le veía gritar sus frustraciones y derramar océanos de lágrimas de impotencia al no tener el poder de cambiar las cosas tanto como quisiera por culpa de esos soberbios hipócritas que le destrozaban la vida a su antojo. Pero lo más extraordinario es ver esa evolución que presenciamos también en los otros dos personajes. De hecho, Jae Han puso los cimientos de temple y visión policial que años después vemos palpables en la detective Cha, y que a su manera insiste —a vuelta de tuerca y guión— en enseñarle a Park. Es un sincretismo que se entiende por sí sólo, un ciclo que se renueva y renace en cada caso, cada cambio de camino, cada distorsión de tiempo; y eso lo continuamos viendo hasta el final.
Los asesinatos seriales de Hwaseong (Ep. 02, 03, 04) serán un prefacio de lo desastroso que resulta cambiar el destino, alterar el orden y tratar de revertir la maldad humana. Ni Park ni Lee, como unión ambigua de dos épocas distintas, estaban listos para aquel enigmático primer golpe donde salvar una vida inocente terminaría por liquidar otra que también lo era; una broma macabra de la distorsión del tiempo. Lee no sólo es tratado con la punta del pie por colegas de otro bando después de su error, sino que su existencia le tira un jaque mate siniestro cuando la chica que le robó la razón siendo aún un inexperto policía es maniatada y asesinada en esas calles oscuras donde tantas veces custodió su caminar. Jae Han jamás vuelve a ser el mismo desde ese día; no se le amarga la existencia por el crimen, pero a nivel personal se cubre el rostro y el alma con una fachada dura, desenfadada y burocrática, evitando crear vínculos tan fuertes con la gente, y adopta un porte férreo pero frágil que se resquebraja más de una vez por culpa de su innata bondad.
La muerte de la hija de su amigo ex-convicto termina convirtiéndose en el punto sin retorno que lo invita a abandonar todo, incluso las transmisiones, corroído por la culpa de saber que esa tragedia pudo evitarse. Irónicamente en el presente las cosas no terminan mejor: cuando el padre de la niña sale de prisión busca venganza por la prematura muerte de la nena y sin proponérselo termina con la vida de la detective Cha Soo Hyun en una fracción de segundos. Un desastre total. Para ese entonces Park ya había tenido más de un roce con Soo Hyun por los métodos tan distintos con los que procedían por su cuenta, pero eso no evitó que entre los dos se forjara al poco tiempo una tierna tendencia de respeto profesional en la que ambos se apoyaban entre conversaciones silenciosa y diálogos pétreos. Existía un vínculo forjado en plomo para cuando aquel auto de refrigeración estalla la noche más fría de la ciudad, por lo que el teniente no titubea ni un segundo para enmendar el daño que ocasionó al osar manipular el tiempo. Guiados por motivos propios, tanto él como Lee, se las ingenian para corregir el escenario caótico que han creado y consiguen, contra todo pronóstico, poner en orden el universo una vez más.
Ya a la mitad de la serie le toca el turno a la detective Cha Soo Hyun sufrir una sacudida existencial cuando es encontrado el cadáver de una mujer con el sello innegable de un aparente asesino serial que estuvo a punto de convertirla en víctima en sus tiempos de aprendiz. En éste arco vemos cómo se crea un monstruo, dijera Park, a sabiendas de que el chico no nació siéndolo. El criminal que nos atañe (Ep, 09, 10, 11, 12) podría pasar desapercibido para cualquiera: tímido, joven, obsesivo compulsivo y silencioso; es gracias a escasos flashbacks de su infancia que comprendemos su calvario. Nos adentramos a su psique más profunda para encontrar los restos traumáticos donde se asentaron sus complejos. La visión de la madre carcomida por la depresión es una imagen tan fuerte como desoladora, pero necesaria para tropezar con los indicios donde la mente del chico se dañó; ahí donde la percepción de la realidad se quebró hasta hacerle perder cualquier trozo de benevolencia que pudo haber retenido hasta entonces (le vemos de niño salvar a un cachorrito y justo después a su madre desechando su cuerpecito en una bolsa negra de plástico). Si alguien, cualquier persona, le hubiera tendido una mano, se lamente Park, quizá todo sería distinto; porque como estudioso de la mente no puede evitar sentir un grado de condescendencia frente a esos parias de la sociedad que sólo fueron víctimas de la circunstancias, y sabe que el asesino de Hongwong fue uno de ellos. Pero para la detective Soo Hyun aquello es muy distinto: no puede darse el lujo de compadecer a un monstruo que, si dependiera de su decisión, ella misma lo mataría. Estuvo a nada de ser una de sus muertas en el ‘97, cuando se aventuró sola a buscarlo por los callejones oscuros donde se fundía con el entorno. Fue una decisión estúpida nacida de la firme convicción de intentar ayudar a sus camaradas, pero el desenlace casi termina en tragedia y en la comisaría había alguien que jamás se hubiera perdonado eso.
La relación tan peculiar entre Soo Hyun y Jae Han está como para escribir un informe bonito, de esos largos, toscos, repleto de metáforas, simbolismos y confesiones dichas entre líneas. Son una pareja única y dispar, ridiculizada más por la actitud tan ingenua de él y la admiración tan desmedida de ella, pero enternecida también por una perseverancia, una tozudez y una gallardía que se les escurre a los dos de una manera tan natural que me resultó imposible no caer rendida a sus pies. Los crímenes de Hongwong se convierten en un parteaguas en su carrera al enseñarles de nueva cuenta lo frágil que puede ser la vida. Si para Cha el traumatismo del momento fue tremendo, para Lee su deficiencia profesional cargó con una doble decepción. Esa última escena entre ambos en el noveno episodio, cuando él la encuentra maniatada e inconsciente en la banqueta, es soberbia como pocas (pedazo de actuaciones, eh). Se me ha erizado la piel apenas ella reacciona e intenta zafarse de los brazos de Lee y emprender la huida, para después dejar de forcejear: cae en cuenta que si él está ahí es porque el horror ha terminado. Resulta desgarrador ver cómo Jae Han se quiebra mientras la abraza con impotencia y le pide perdón por llegar tarde, trayendo a su memoria aquella noche en la cual en verdad llegó tarde sólo para encontrar el cuerpo ultrajado de la chica que le gustaba tirado en el piso como un pedazo de basura. Y es que ya en este punto de la historia sabemos el detective Lee no es muy verbal, no suele ir por la vida dando una homilía de valores éticos, ni compartiendo experiencias de trabajo a cuanta persona se le ponga enfrente; el tipo es más de acciones que de palabras. Sin embargo —y no deja de ser una tremenda ironía— Soo Hyun con su sola presencia y su mera actitud llena de indecisiones y torpeza logra atravesar todas esas capas de oso indomable para escucharle expiar sus frustraciones y de paso para enseñarle que los policías sí se desmoronan, también tienen temores e incluso huyen, pero siempre están ahí en pie de guerra para acudir al primer llamado. “¿Sabes? A mi también me dan miedo a los criminales, pero ¿qué hago? Es un trabajo que alguien tiene que realizar ¿no? Y nosotros estamos ahí para hacerlo, aunque nos de miedo”. (Ep.10) La relación posee un nivel de confianza muy peculiar porque se supone que Lee apenas la tolera y Cha lo admira tanto que podría limpiar hasta los pasillos por donde él camina (de ahí que él diga que no la tolera; tanta atención le agobia) y aun así Jae Han le enseña a ser una detective con amor a la verdad mientras ella le enseña a ser una mejor persona, a devolverle sin saberlo un poco de la confianza que se le murió cuando le falló a la joven secretaria de impecable falda plisada, linda sonrisa y timidez desbordante que murió en Hwaseong. Lee le inyecta valor cuando ella ve su primer cadáver, cuando le ayuda a recordar las pocas sensaciones durante sus horas de secuestro y también cuando estuvo a punto de renunciar a su trabajo debido al trauma derivado del cautiverio. Él, con su fuerte personalidad fungió como el piso firme donde Soo Hyun forjó su caminar; la evolución de su carrera y la palpable capacidad de sus métodos de investigación tienen la firma de Lee por todos lados. No hubo en toda la serie una relación más pura y legítima que la de ellos.
El último caso —basado en otro hecho ocurrido en la vida real— no sólo es el más extenso; también es el idóneo por exponer toda la farsa policial sobre la que nuestros protagonistas caminan. A la par de eso, vemos como las transmisiones se complican y dos personas más les escuchan. Esto fue un alivio total porque viví con el miedo a que todo ocurriera sólo en la mente de Park y el tipo tuviera alguna especie de enfermedad mental o disociación de la realidad que le llevara a escuchar cosas donde no se escuchaba nada y para tratar de arreglar a su manera la trágica vida de su hermano, que fue juzgado siendo inocente. De hecho, el verdadero peso de este drama recae en ese crimen final que resulta turbio y oscuro; desde la manera tan burda en la que se plantaron a testigos, hasta los señalamientos prefabricados y la desaparición de evidencias. Me ha parecido nefasta la actitud tan engreída de Kim Bum Joo, tanto como lo fue para el bueno de Lee, que ve con impotencia cómo la familia del chico con el que ha compartido sus transmisiones se va desmoronando a pedazos por culpa de las güarrerías de Kim y él no puede hacer nada para evitarlo, a pesar de que Park desde el presente le suplica que haga todo lo posible. Lee intenta —y vaya que lo hace— hasta lo imposible para limpiar toda la inmundicia creada desde la comisaría más pequeña hasta las altas cúpulas del poder pero no sin derramar hasta la última gota de su sangre en el proceso; y como en una broma macabra del destino lo mismo le pasa a Park en el 2015. Lee y Park jamás compartieron una escena juntos en nuestro tiempo, y sin embargo no la necesitaron, a través del anticuado radio de transmisión fuimos testigos mudos de una amistad que nació de la incertidumbre más pura hasta entablarse en un compañerismo obsesivo que los llevaba a cargar con el pesado artilugio allá a donde fueran, como un amuleto de la buena suerte, como un escudo inquebrantable con el que pensaban que podían mejorar las cosas; donde compartieron ideas, frustraciones y 2.5 litros de lágrimas entre casos torcidos por el paso de los años y sepultados por el polvo acumulado, esos mismos que se habían mantenido sin posibilidad de solución hasta que ellos llegaron. El episodio 13 es un noble homenaje a esa relación fraternal, y aporta un dejo de paternidad por parte de Lee cuando conoce en su realidad al niño del radio, a un pequeño Park, triste y solitario, que añoraba una buena torta de arroz cuando creía que la vida se le caía a pedazos. No, no fue necesaria ninguna conversación, ningún dialogo trillado, ninguna llamada de atención por salir ahí afuera a altar horas de la noche. Como lo dije antes, el entrañable Lee siempre fue más de acciones que de palabras. Acciones calladas y sin presunciones; honestas, como pagar la comida del pequeño esa amarga noche y de todas las que vendrían después de esa.
El episodio final fue bestial y la montaña rusa en la que te subes esos 90 minutos de gloria y frenesí te dejan la cabeza un poco hundida entre la confusión y la angustia. Se podría decir que la serie termina en un cliffhanger que de plano yo no me esperaba (porque ni sabía que los dramas coreanos tenían segundas temporadas), así que estuve a punto de infartarme. Con Signal al parecer están abiertos a esa posibilidad y sinceramente yo no soy nadie para negarme; de hecho ya tengo las palomitas en la alacena, los pañuelos para el llanto y tres tarros de helado de chocolate amargo en la nevera para cuando el momento definitivo llegue. Quiero ver más de Lee, y de Park y de Cha en mi pantalla. Quiero verlos sentados a los tres en el presente, con una sonrisa en sus labios, compartiendo unos tragos de soju y brindando por burlarse de la muerte, del pasado, del tiempo, y de la peste corrupta que los quiso desaparecer como si fueran desechos. Quiero verles luchar contra las alimañas que siguen ocupando cubículos y escritorios en las comisarías y acabar con los criminales oxidados que se esconden de sus propios crímenes. Porque en el fondo queremos creer que sí, que ahí afuera hay policías honestos que se dejan el alma y el cuerpo en su trabajo; que no ignorarán jamás el clamor de alguien que pide justicia; que van de puerta en puerta hablando con testigos; analizando pistas; contando casquillos; perfilando culpables; encontrado cadáveres de desaparecidos veteranos olvidados por el tiempo y carcomidos por la tierra.
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