Esta resenha pode conter spoilers
El comienzo es brutal: un tipo que a todas luces no está mentalmente estable es liberado después de pasar más de una década en prisión como condena por el supuesto asesinato de su padrastro. Lo primero que hace después de conseguir su libertad es presentarse, con lo que parece ser un brote psicótico, en la fiesta de cumpleaños de un joven DJ para clavarle un tenedor en repetidas ocasiones por la espalda ante la mirada estupefactas de decenas de personas que no asimilan lo bizarro de la escena. El herido incluso le sonríe al reconocerlo mientras se lamenta por la imprudencia del criminal. El agresor se llama Jang Jae Bum y el agredido Jang Jae Yul, son hermanos y ninguno de los dos está bien. Es importante saber esto porque más adelante nos servirá para entender de una manera mucho más amplia lo que las primeras impresiones nos muestran.
En un principio podríamos creer que Jang Jae Yul es el típico escritor popular con fama de mujeriego que deja tirada a un novia en cada cama y un millón de won en cada esquina. Tampoco es que estemos muy errados: su arrogancia se le resbala de la cara y su narcisismo le rebota del espejo. Pero detrás de esta fachada (porque eso es, una fachada bastante obvia), se esconde una trágica infancia que lo define ampliamente en su adultez —aunque él intente ocultarlo— afectando su vida diaria a niveles que muy pocas personas que le rodean comprenden. De hecho, el TOC que padece resulta ser lo más normal dentro de sus peculiaridades; porque, la verdad, éste sólo se limita a tener perfectamente ordenadas las toallas del sanitario, accionar el humidificador cuando entra a la habitación o la precisión de sus libros en las estanterías, y no es algo que influya de manera negativa en su rutina. Pero luego nos damos cuenta de aquello que termina por exponer una grieta en su cordura: Jae Yul es incapaz de dormir en ningun otro lado que no sea en un baño, o más concretamente, en la tina. Esto no tiene absolutamente nada que ver con ser obsesivo compulsivo sino de un problema mucho más complejo del que él quizá apenas tiene conciencia: el trastorno de estrés post-traumático (TEPT).
Como al principio parece que es algo que no se le va de las manos, nos convence a nosotros, como espectadores, de que tiene todo bajo control. Si a eso le agregamos su soberbia y altanería, nos pinta su personalidad con una egolatría descarada y pícara pero tremendamente carismática. Es imposible no empatizar con él desde un principio; quizá nos pique un poco la espina del recelo cuando en un principio le vemos con su novia o fruncimos el ceño al verlo regodearse de su popularidad en el talk-show donde fue invitado pero una vez que le vemos convivir con el jóven Han Kang Woo (un niño víctima de violencia doméstica que aspira a convertirse en escritor) nos convencemos que no puede ser tan caradura si aun tiene un poquito de bondad ahí dentro. Además, está el hecho de haber intercedido por su hermano criminal cuando estaba por dictarse la sentencia por la agresión sufrida durante su cumpleaños, aunque en un principio no intuimos el por qué. Sin embargo, el cenit de la serie en realidad llega con el diagnóstico de su esquizofrenia y su progresivo episodio psicótico-suicida, que resulta sumamente devastador tanto para nosotros como para los personajes que atestiguan su caída, empezando por Ji Hae Soo, nuestra otra protagonista, la misma que juró odiarlo desde la primera vez que lo tuvo enfrente y lo acompañó como fiera indomable durante sus días más bajos.
Si hay algo que Ji Hae Soo nos enseña apenas aparece en pantalla es que la ansiedad no necesariamente va de la mano de la timidez (como tampoco la asocialidad), porque, de hecho, Hae Soo es extrovertida, una mujer inteligente que tiene una personalidad testaruda y terca, pero que a pesar de eso siente una profunda comprensión hacia sus pacientes, quizá porque de manera subconsciente se reconoce como uno. Y es que la chica se siente incapaz de entablar una relación abierta con alguien. El problema de Hae Soo se remonta a una escena concreta que atestiguó en su infancia, cuando ella y su hermana mayor vieron cómo su madre se besuqueaba en el parque con el señor Kim, un hombre casado al que también le apetecía una aventura duradera cansado del agobio familiar.
El defecto de Hae Soo en el ámbito profesional se materializa con la poca tolerancia que siente hacia los familiares de sus pacientes; ahí es donde se le ponen los pelos como escarpia y la bilirrubina se le sale hasta por los poros. Le vemos ponerse al tú por tú con el homófobo hermano de un transexual y casi abofetear a la condescendiente madre de una jóven suicida. Y es que, si hay algo para lo que Hae Soo no tiene tiempo, es para lidiar con la ineptitud de la otra cara de la moneda: los parientes de los afectados (especialmente la figura materna). Pero lo que también le molesta es saberse incomprendida en su propio círculo familiar; tiene una hermana que piensa que el matrimonio está en los genes y una madre adúltera que ansía el día que su hija siente cabeza y se comprometa de una vez por todas para aliviar un poco la enorme deuda económica que carga en sus espaldas desde hace varios años. También está el cuñado alcahuete y un padre con un daño cerebral que le hace tener el raciocinio de un bebé. Hae Soo entró al arco de los treinta siendo una soltera renuente a contraer matrimonio, con un trastorno de ansiedad autodiagnosticado viviendo en una sociedad que no ve con un buenos ojos —ni dos milímetros de comprensión— ninguno de los dos casos.
El hogar compartido de Hae Soo es una combinación entre un Big Brother privado y Los locos Adams pero sin parentesco alguno. Además de ella, el lugar está habitado por el psiquiatra Jo Dong Min y por Park Soo Kwnag, un chico con el síndrome de Tourette que trabaja en el café instalado en el área inferior de la vivienda. El lugar pretende ser una especie de tierra neutra donde todos pueden vivir cómo se les dé la gana. Una isla utópica donde sus habitantes logran dejar atrás de la puerta toda las exigencias de la sociedad contemporánea y relajarse al ras de su pequeño paraíso personal. Podríamos creer que Jae Yeol viene a romper este frágil equilibrio donde interactúan armoniosamente sus habitantes, pero no podríamos estar más errados: la casa en realidad es una especie de anarquía sin sentido donde a veces el menos cuerdo de sus habitantes (el psiquiatra) berrea a la primera oportunidad que se le presente, el desgraciado de Soo Kwang llora a lágrima viva cuando tiene un ataque de tics al besar a un chica y Hae Soo amenaza con mudarse un día sí y el otro también cansada del agobio de su propio infierno. Jae Yeol sólo vino a remover el polvo; a ordenar las cosas, a cambiar las veladoras, a tomar agua mineral, a dormir en su baño privado y a cuestionar la salud mental de todos y cada uno de los groseros habitantes que se le paran enfrente sin pedirle permiso. El pretexto de él para instalarse allí ni siquiera tiene importancia (le están arreglando el penthouse), porque sin saber cuándo ni en qué momento queda integrado de manera perfecta a la fotografía, convirtiéndose en uno más de la manada que —aunque tardó lo suyo en adaptarse y le aplicaron la ley del hielo en una ocasión— termina por formar parte de la disfuncional familia sin que el proceso nos parezca demasiado bizarro como para no terminar de asimilarlo.
Han Kang Woo es un fantasma del pasado. Curiosamente capté su inexistencia desde el primer episodio, cuando se topa con Jael Yeol en el sanitario y su falta de interacción con el entorno me llevó a pensar casi por instinto que éste era un reflejo de él mismo en su juventud. Esa especie de hipnosis que parecía caerle encima cuando estaba frente a la persona que más admiraba era otra prueba de ello. La mente de Jael Yeol utiliza a este niño para reflejar esos fallos del pasado que se acumulan sin piedad y le roban la cordura. Las apariciones del chico se convierten más peligrosas conforme los síntomas de él empeora y terminan por tornarse tenebrosas cuando su conciencia se difumina hasta alcanzar un grado de peligro latente (ahora es él quien toma un auto y pone entre la vida y la muerte a otras personas) y ya no puede liberarse de él; incluso le vemos en su habitación, sentado en el escritorio, mientras Hae Soo también está con él. El día de la liberación, el día que él lo deja ir y se despide dándole unos zapatos nuevos (de hecho, cuando me di cuenta del asunto de los zapatos se me partió el alma, el corazón y las ganas de vivir) es cuando por fin Jael Yeol ve la luz al final de camino, no sólo acepta su problema mental sino también sus limitación, y Hae Soo está ahí para apoyarlo, para darle una comprensión desmedida y un soporte firme al que aferrarse ante su propia debilidad. Es una escena preciosa y cargada de tantas emociones que termina por derretirse el alma.
Las parejas secundarias tampoco se quedan atrás: Por un lado tenemos a Lee Young Jin y Jo Dong Min, que fungen como los veteranos por excelencia y, por otro lado, Park Soo Kwang y Ahn So Nyuh equilibran la balanza con su juventud e inexperiencia. Tanto Young Jin como Dong Min nos muestran con sabiduría el saberse mayores en una sociedad que les dejó atrás sin reparar en sus sentimientos. El mayor defecto de ellos fue haber callado justo cuando más tenían de qué hablar. El tiempo pasó, ambos crecieron profesionalmente, siguieron con sus vidas y después de tantos años los sentimientos del pasado se conglomeran frente a ellos como un arrebato de rebeldía ante todo eso que tanto se esforzaban por ocultar tras sus propias inseguridades. Algo que me ha gustado muchísimo es que su relación se quede ahí, en mera y franca amistad, porque mirándolo con detenimiento era algo, no sólo lógico, sino ético. Dong Min tenía una familia formada y tampoco es que le apeteciera desequilibrar la armonía de ella a base de deslices amoroso con su ex-esposa. Incluso el rechazo de darse un abrazo cobra sentido cuando analizamos ese vínculo tan peculiar que desarrollaron entre ellos, con una confianza y un respeto inigualables. Soo Kwang y So Nyuh son muy distintos, incluso podríamos asegurar que no mantienen ni siquiera una pizca de gustos en común, pero a lo largo de todo el drama les vemos luchando por vencer sus debilidades anteponiendo su relación a sus temores y defectos personales. Soo Kwang carga con la culpa de ser un hijo que no ha podido llenar las expectativas de su padre, un hombre exigente, que no duda en catalogarlo de retrasado mental cuando le ve con síntomas del síndrome de Tourette. Insensible, distante y ufano, le echa en cara cuanta cosa le pase por la cabeza y lo humilla desde la intolerancia que le propicia su propia ignorancia. El papá de Ahn So Nyuh es todo lo contrario a éste, de actitud sumisa y recolector de basura encontró la manera de sacar a su hija adelante, no sin que su pasividad le otorgara a la chica una hipocresía rancia y malagradecida. Ciega por completo al sacrificio de su progenitor y huérfana de madre, abandonó la escuela sólo para cargar con el uniforme colegial a todas horas y a todos lados, liándose primero con un chico que muy poco le importaba su bienestar mientras ésta estuviera contenta. Soo Kwang aprende a aceptar sus limitaciones y también le da una buena zarandeada mental para que aprenda que la gratitud no es una prenda de vestir o un calzado bonito. Ella, por su parte, con su actitud aniñada y la hiperactividad a toda marcha, comienza a entender sobre la paciencia y la comprensión; a saber cómo calmar los tics de él y detener una crisis poco antes de que ocurra. Tienen un crecimiento personal tan marcado desde el principio que conmigo resultó primero en una indiferencia total hasta que finalmente caí rendida a sus imperfecciones.
Más que un drama recomendado es un drama necesario. Me gustaría toparme con éste subgénero más a menudo por lo que mencioné al principio: vivimos en un mundo donde las enfermedades mentales están repletas de mitos e ideas erróneas de parte del público en general, y quienes los viven en carne propia acarrean con el estigma de la ignorancia, lo que a la larga traer repercusiones negativas para su vida y terminan por agravar el problema. No creo que sea la manera definitiva para combatir en sí ese tabú existente (porque al final la ficción seguirá siendo ficción) pero sí para despertar la curiosidad de los televidentes, para impulsarlos de manera desinteresada a saber más sobre el tema o ha sentir un poco de empatía hacia quienes padecen estos problemas. ¡Más series como éstas, por favor!
En un principio podríamos creer que Jang Jae Yul es el típico escritor popular con fama de mujeriego que deja tirada a un novia en cada cama y un millón de won en cada esquina. Tampoco es que estemos muy errados: su arrogancia se le resbala de la cara y su narcisismo le rebota del espejo. Pero detrás de esta fachada (porque eso es, una fachada bastante obvia), se esconde una trágica infancia que lo define ampliamente en su adultez —aunque él intente ocultarlo— afectando su vida diaria a niveles que muy pocas personas que le rodean comprenden. De hecho, el TOC que padece resulta ser lo más normal dentro de sus peculiaridades; porque, la verdad, éste sólo se limita a tener perfectamente ordenadas las toallas del sanitario, accionar el humidificador cuando entra a la habitación o la precisión de sus libros en las estanterías, y no es algo que influya de manera negativa en su rutina. Pero luego nos damos cuenta de aquello que termina por exponer una grieta en su cordura: Jae Yul es incapaz de dormir en ningun otro lado que no sea en un baño, o más concretamente, en la tina. Esto no tiene absolutamente nada que ver con ser obsesivo compulsivo sino de un problema mucho más complejo del que él quizá apenas tiene conciencia: el trastorno de estrés post-traumático (TEPT).
Como al principio parece que es algo que no se le va de las manos, nos convence a nosotros, como espectadores, de que tiene todo bajo control. Si a eso le agregamos su soberbia y altanería, nos pinta su personalidad con una egolatría descarada y pícara pero tremendamente carismática. Es imposible no empatizar con él desde un principio; quizá nos pique un poco la espina del recelo cuando en un principio le vemos con su novia o fruncimos el ceño al verlo regodearse de su popularidad en el talk-show donde fue invitado pero una vez que le vemos convivir con el jóven Han Kang Woo (un niño víctima de violencia doméstica que aspira a convertirse en escritor) nos convencemos que no puede ser tan caradura si aun tiene un poquito de bondad ahí dentro. Además, está el hecho de haber intercedido por su hermano criminal cuando estaba por dictarse la sentencia por la agresión sufrida durante su cumpleaños, aunque en un principio no intuimos el por qué. Sin embargo, el cenit de la serie en realidad llega con el diagnóstico de su esquizofrenia y su progresivo episodio psicótico-suicida, que resulta sumamente devastador tanto para nosotros como para los personajes que atestiguan su caída, empezando por Ji Hae Soo, nuestra otra protagonista, la misma que juró odiarlo desde la primera vez que lo tuvo enfrente y lo acompañó como fiera indomable durante sus días más bajos.
Si hay algo que Ji Hae Soo nos enseña apenas aparece en pantalla es que la ansiedad no necesariamente va de la mano de la timidez (como tampoco la asocialidad), porque, de hecho, Hae Soo es extrovertida, una mujer inteligente que tiene una personalidad testaruda y terca, pero que a pesar de eso siente una profunda comprensión hacia sus pacientes, quizá porque de manera subconsciente se reconoce como uno. Y es que la chica se siente incapaz de entablar una relación abierta con alguien. El problema de Hae Soo se remonta a una escena concreta que atestiguó en su infancia, cuando ella y su hermana mayor vieron cómo su madre se besuqueaba en el parque con el señor Kim, un hombre casado al que también le apetecía una aventura duradera cansado del agobio familiar.
El defecto de Hae Soo en el ámbito profesional se materializa con la poca tolerancia que siente hacia los familiares de sus pacientes; ahí es donde se le ponen los pelos como escarpia y la bilirrubina se le sale hasta por los poros. Le vemos ponerse al tú por tú con el homófobo hermano de un transexual y casi abofetear a la condescendiente madre de una jóven suicida. Y es que, si hay algo para lo que Hae Soo no tiene tiempo, es para lidiar con la ineptitud de la otra cara de la moneda: los parientes de los afectados (especialmente la figura materna). Pero lo que también le molesta es saberse incomprendida en su propio círculo familiar; tiene una hermana que piensa que el matrimonio está en los genes y una madre adúltera que ansía el día que su hija siente cabeza y se comprometa de una vez por todas para aliviar un poco la enorme deuda económica que carga en sus espaldas desde hace varios años. También está el cuñado alcahuete y un padre con un daño cerebral que le hace tener el raciocinio de un bebé. Hae Soo entró al arco de los treinta siendo una soltera renuente a contraer matrimonio, con un trastorno de ansiedad autodiagnosticado viviendo en una sociedad que no ve con un buenos ojos —ni dos milímetros de comprensión— ninguno de los dos casos.
El hogar compartido de Hae Soo es una combinación entre un Big Brother privado y Los locos Adams pero sin parentesco alguno. Además de ella, el lugar está habitado por el psiquiatra Jo Dong Min y por Park Soo Kwnag, un chico con el síndrome de Tourette que trabaja en el café instalado en el área inferior de la vivienda. El lugar pretende ser una especie de tierra neutra donde todos pueden vivir cómo se les dé la gana. Una isla utópica donde sus habitantes logran dejar atrás de la puerta toda las exigencias de la sociedad contemporánea y relajarse al ras de su pequeño paraíso personal. Podríamos creer que Jae Yeol viene a romper este frágil equilibrio donde interactúan armoniosamente sus habitantes, pero no podríamos estar más errados: la casa en realidad es una especie de anarquía sin sentido donde a veces el menos cuerdo de sus habitantes (el psiquiatra) berrea a la primera oportunidad que se le presente, el desgraciado de Soo Kwang llora a lágrima viva cuando tiene un ataque de tics al besar a un chica y Hae Soo amenaza con mudarse un día sí y el otro también cansada del agobio de su propio infierno. Jae Yeol sólo vino a remover el polvo; a ordenar las cosas, a cambiar las veladoras, a tomar agua mineral, a dormir en su baño privado y a cuestionar la salud mental de todos y cada uno de los groseros habitantes que se le paran enfrente sin pedirle permiso. El pretexto de él para instalarse allí ni siquiera tiene importancia (le están arreglando el penthouse), porque sin saber cuándo ni en qué momento queda integrado de manera perfecta a la fotografía, convirtiéndose en uno más de la manada que —aunque tardó lo suyo en adaptarse y le aplicaron la ley del hielo en una ocasión— termina por formar parte de la disfuncional familia sin que el proceso nos parezca demasiado bizarro como para no terminar de asimilarlo.
Han Kang Woo es un fantasma del pasado. Curiosamente capté su inexistencia desde el primer episodio, cuando se topa con Jael Yeol en el sanitario y su falta de interacción con el entorno me llevó a pensar casi por instinto que éste era un reflejo de él mismo en su juventud. Esa especie de hipnosis que parecía caerle encima cuando estaba frente a la persona que más admiraba era otra prueba de ello. La mente de Jael Yeol utiliza a este niño para reflejar esos fallos del pasado que se acumulan sin piedad y le roban la cordura. Las apariciones del chico se convierten más peligrosas conforme los síntomas de él empeora y terminan por tornarse tenebrosas cuando su conciencia se difumina hasta alcanzar un grado de peligro latente (ahora es él quien toma un auto y pone entre la vida y la muerte a otras personas) y ya no puede liberarse de él; incluso le vemos en su habitación, sentado en el escritorio, mientras Hae Soo también está con él. El día de la liberación, el día que él lo deja ir y se despide dándole unos zapatos nuevos (de hecho, cuando me di cuenta del asunto de los zapatos se me partió el alma, el corazón y las ganas de vivir) es cuando por fin Jael Yeol ve la luz al final de camino, no sólo acepta su problema mental sino también sus limitación, y Hae Soo está ahí para apoyarlo, para darle una comprensión desmedida y un soporte firme al que aferrarse ante su propia debilidad. Es una escena preciosa y cargada de tantas emociones que termina por derretirse el alma.
Las parejas secundarias tampoco se quedan atrás: Por un lado tenemos a Lee Young Jin y Jo Dong Min, que fungen como los veteranos por excelencia y, por otro lado, Park Soo Kwang y Ahn So Nyuh equilibran la balanza con su juventud e inexperiencia. Tanto Young Jin como Dong Min nos muestran con sabiduría el saberse mayores en una sociedad que les dejó atrás sin reparar en sus sentimientos. El mayor defecto de ellos fue haber callado justo cuando más tenían de qué hablar. El tiempo pasó, ambos crecieron profesionalmente, siguieron con sus vidas y después de tantos años los sentimientos del pasado se conglomeran frente a ellos como un arrebato de rebeldía ante todo eso que tanto se esforzaban por ocultar tras sus propias inseguridades. Algo que me ha gustado muchísimo es que su relación se quede ahí, en mera y franca amistad, porque mirándolo con detenimiento era algo, no sólo lógico, sino ético. Dong Min tenía una familia formada y tampoco es que le apeteciera desequilibrar la armonía de ella a base de deslices amoroso con su ex-esposa. Incluso el rechazo de darse un abrazo cobra sentido cuando analizamos ese vínculo tan peculiar que desarrollaron entre ellos, con una confianza y un respeto inigualables. Soo Kwang y So Nyuh son muy distintos, incluso podríamos asegurar que no mantienen ni siquiera una pizca de gustos en común, pero a lo largo de todo el drama les vemos luchando por vencer sus debilidades anteponiendo su relación a sus temores y defectos personales. Soo Kwang carga con la culpa de ser un hijo que no ha podido llenar las expectativas de su padre, un hombre exigente, que no duda en catalogarlo de retrasado mental cuando le ve con síntomas del síndrome de Tourette. Insensible, distante y ufano, le echa en cara cuanta cosa le pase por la cabeza y lo humilla desde la intolerancia que le propicia su propia ignorancia. El papá de Ahn So Nyuh es todo lo contrario a éste, de actitud sumisa y recolector de basura encontró la manera de sacar a su hija adelante, no sin que su pasividad le otorgara a la chica una hipocresía rancia y malagradecida. Ciega por completo al sacrificio de su progenitor y huérfana de madre, abandonó la escuela sólo para cargar con el uniforme colegial a todas horas y a todos lados, liándose primero con un chico que muy poco le importaba su bienestar mientras ésta estuviera contenta. Soo Kwang aprende a aceptar sus limitaciones y también le da una buena zarandeada mental para que aprenda que la gratitud no es una prenda de vestir o un calzado bonito. Ella, por su parte, con su actitud aniñada y la hiperactividad a toda marcha, comienza a entender sobre la paciencia y la comprensión; a saber cómo calmar los tics de él y detener una crisis poco antes de que ocurra. Tienen un crecimiento personal tan marcado desde el principio que conmigo resultó primero en una indiferencia total hasta que finalmente caí rendida a sus imperfecciones.
Más que un drama recomendado es un drama necesario. Me gustaría toparme con éste subgénero más a menudo por lo que mencioné al principio: vivimos en un mundo donde las enfermedades mentales están repletas de mitos e ideas erróneas de parte del público en general, y quienes los viven en carne propia acarrean con el estigma de la ignorancia, lo que a la larga traer repercusiones negativas para su vida y terminan por agravar el problema. No creo que sea la manera definitiva para combatir en sí ese tabú existente (porque al final la ficción seguirá siendo ficción) pero sí para despertar la curiosidad de los televidentes, para impulsarlos de manera desinteresada a saber más sobre el tema o ha sentir un poco de empatía hacia quienes padecen estos problemas. ¡Más series como éstas, por favor!
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